La fortuna de los Rougon by Émile Zola

La fortuna de los Rougon by Émile Zola

autor:Émile Zola [Zola, Émile]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1871-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo V

A lo lejos se extendían las carreteras todas blancas de luna. La banda insurrecta, en la campiña fría y clara, prosiguió su marcha heroica. Era como una ancha corriente de entusiasmo. El soplo de epopeya que arrastraba a Miette y Silvère, esos niños grandes ávidos de amor y libertad, atravesaba también con una generosidad santa las vergonzosas comedias de los Macquart y de los Rougon. La alta voz del pueblo bramaba, a intervalos, entre las habladurías del salón amarillo y las diatribas del tío Antoine. Y la farsa vulgar, la farsa innoble, giraba hacia el gran drama de la historia.

Al salir de Plassans, los insurgentes habían tomado el camino de Orchéres. Debían llegar a esa ciudad hacia las diez de la mañana. La carretera remonta el curso del Viorne, siguiendo a media ladera los recodos de las colinas al pie de las cuales corre el torrente. A la izquierda, la llanura se ensancha, inmensa alfombra verde, salpicada de trecho en trecho por las manchas grises de los pueblos. A la derecha, la cadena de Les Garrigues alza sus picos desolados, sus campos de piedras, sus bloques de color herrumbre, como enrojecidos por el sol. El camino real, formando calzada por el lado del río, pasa en medio de rocas enormes, entre las cuales se muestran, a cada paso, trozos de valle. Nada más salvaje, más extrañamente grandioso que esta carretera cortada en el mismo flanco de las colinas. De noche, sobre todo, esos lugares tienen un horror sagrado. Bajo la luz pálida, los insurgentes avanzaban como por la avenida de una ciudad destruida, teniendo a los dos lados vestigios de templos; la luna hacía de cada peña un fuste de columna truncada, un capitel derribado, una muralla horadada por misteriosos pórticos. En lo alto, la masa de Les Garrigues dormía, apenas blanqueada por un tono lechoso, semejante a una inmensa ciudad ciclópea cuyas torres, obeliscos, casas de altas terrazas, hubieran ocultado la mitad del cielo; y, al fondo, del lado de la llanura, se ahondaba, se ensanchaba un océano de claridades difusas, una extensión vaga, sin límites, donde flotaban lienzos de luminosa niebla. La banda insurrecta habría podido creer que seguía una calzada gigantesca, un camino de ronda construido al borde de un mar fosforescente y que giraba en torno a una Babel desconocida.

Esa noche, el Viorne, bajo las rocas de la carretera, retumbaba con voz ronca. En el continuo fragor del torrente los insurgentes distinguían agrios lamentos de rebato. Los pueblos dispersos por el llano, al otro lado del río, se sublevaban, tocando a alarma, encendiendo hogueras. Hasta la mañana, la columna en marcha, que un fúnebre tañido parecía seguir en la noche con tintineo obstinado, vio así la insurrección correr a lo largo del valle como un reguero de pólvora. Las hogueras manchaban la sombra con puntos sangrantes; llegaban cantos remotos, en débiles ráfagas; toda la vaga extensión, ahogada bajo los vahos blanquecinos de la luna, se agitaba confusamente, con bruscos estremecimientos de cólera. Durante muchas leguas el espectáculo siguió siendo el mismo.



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